martes, 11 de diciembre de 2007

EL CINE Y LA LOCURA

Por Santiago Perez

Desde casi sus inicios, el cine se ha sentido atraído por los trastornos mentales, psicopatologías, alucinaciones, manicomios y demás aspectos vinculados al fascinante y peligroso mundo de la locura. Unos pocos años después que los hermanos Lumière presentaran su invención, Mellièr exponía sus obras sobre ilusiones, trucos y engaños, mostrando así las infinitas posibilidades que se le abrían al séptimo arte para construir realidades y universos paralelos, alucinados y oníricos. Casi en simultáneo con las investigaciones de Sigmund Freud y Carl Jung, se estrenaba, en 1919, El Gabinete del Doctor Caligari, de Robert Wiene, centrada en un personaje mentalmente trastornado. Desde entonces, la lista de películas que basan sus tramas y puestas de escena en la locura y sus manifestaciones es prácticamente infinita y no hace sino aumentar cada año.

Si bien el cine ha desarrollado un paulatino interés en determinados trastornos mentales y psicopatologías específicas (en particular aquellos que mayores posibilidades narrativas y expresivas despertaban), para un gran número de personas la pantalla cinematográfica ha sido y es el único contacto que tienen con las enfermedades mentales y sus síntomas. Es por eso que, teniendo en cuenta su gran impacto social y sin desmerecer las virtudes estéticas de muchas películas, el arte cinematográfico es responsable de generar y difundir mitos, estigmas, prejuicios e ideas no del todo acertadas acerca de los fenómenos y realidades psiquiátricas. En su defensa, hay que señalar que el cine toma de la psiquiatría tan solo los aspectos que considera útiles y viables para sus propios fines estéticos y, por que no, comerciales y no tiene porque hacerse cargo de la verdad de sus postulados y premisas. En todo caso, el hecho de que la pantalla nos informe y “eduque” sobre los trastornos mentales es más indicativo del modo en que funcionan los discursos, y en particular las limitaciones del discurso científico, dentro del tejido social.

Considerando, entonces, las enfermedades mentales que el cine ha elegido representar, se pueden señalar dos grandes vertientes que se han ido consolidando a lo largo de los años. Por un lado, muchas películas han suavizado ciertos trastornos transformándolos en una cualidad positiva y convirtiendo a los enfermos en mejores personas. Tal es el caso de los autistas, los “locos lindos”, aquellos que sufren retrasos mentales, los alienados y marginados que, gracias a su particularidad, “iluminan” el mundo de manera especial y enseñan, a nosotros los “normales”, sobre virtudes y valores que habíamos olvidados o considerábamos perdidos. Películas como Rain Man (Barry Levinson, 1988), Mi nombre es Sam (Jessie Nelson, 2001), Pescador de ilusiones (Terry Gillian, 1991), La humanidad (Bruno Dumont, 1999), El octavo día (Jaco Van Dormael, 1996) y hombre mirando al sudeste (Eliseo Subiela, 1987), entre muchas otras son altamente ilustrativas. En todas ellas, se deposita en el “enfermo” una fuente de inocencia inmaculada que cuestiona y alecciona nuestra sociedad corrompida.

Por otro lado, el cine ha explotado ciertos trastornos llevándolos a los extremos del delito, la violencia y la subversión. Los fenómenos de doble personalidad e identidades múltiples, el amplio campo de la esquizofrenia, las perversiones sexuales y la histeria, son representativos de esta vertiente y generalmente han ido de la mano del desarrollo y auge de ciertos géneros y sub-géneros como el terror, el suspenso psicológico, el filme noir, la femme fatal o el amour fou. Claros ejemplos son Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), La escalera de caracol (Robert Siodmark, 1945), Atracción Fatal (Adrian Lyne, 1987), Betty Blue (Jean-Jacques Beinex, 1986), Identidad (James Mangold, 2003), El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991), Halloween (John Carpenter, 1978), entre muchos otros. Sin embargo, la mayoría de estos filmes esconden un propósito conservador y corrector, presentando a los diversos trastornos como anomalías que ponen en peligro las normas de corrección familiar y social.

También, y sobretodo en los últimos años, el cine se ha valido de los fenómenos psiquiátricos para experimentar con nuevas técnicas de representación. En general, la experimentación no ha pasado de giros y demás trucos de guión que buscan sorprender y desorientar al espectador y, dado el abuso al que se han sometido estas técnicas, ya no sorprenden a nadie. Sin embargo, pueden rescatarse ciertos directores como David Lynch o David Cronemberg, o películas como El club de la pelea (David Fincher, 1999) en donde se han aprovechado los riesgos de utilizar trastornos mentales a nivel de la representación para ofrecer películas que cuestionan la lógica de causa – efecto y proponen mensajes conflictivos y altamente radicales.

Por último, la relación del cine con todos esos fenómenos que se esconden debajo de la idea de locura no debe limitarse solamente a la industria cinematográfica, ni siquiera en su más amplia concepción. También deben considerarse todos aquellos materiales fílmicos que se utilizan tanto para fines terapéuticos, investigativos o meramente de control social. No nos olvidemos que el concepto de cámara de seguridad tiene su origen en prisiones y pabellones psiquiátricos y este ha sido el tema de muchos documentales de Harum Farocki.

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